26 noviembre 2010

Caza de Sangre I

 + Recién Nacida +


Las lágrimas le ardían como hilos de fuego sobre sus mejillas, mas sus ojos no cesaban de llorar, no era su culpa, no lo había pedido. Se hallaba muerta pudriéndose en su nuevo estado de no-vida, alejada de la luz del sol para siempre. Aquello no lo comprendía, era abominable, espantosamente doloroso y completamente incompresible. No lo esperaba, no lo quería, no lo toleraba. Amelia desconsolada gemía en un rincón del callejón al lado de la salida de la alcantarilla donde había pasado la última noche de su vida y las tres últimas desde que comenzó su no-vida.

Su negra cabellera, destilaba la suciedad pueril de las cloacas y se le arremolinaba en el pálido rostro, contraídas sus manos, temblaban, sus vestiduras húmedas y mugrientas, vertían un hedor insoportable. Atrás quedaba la joven educada y simpática, de muchos amigos. Su vida fue simple, hasta el día en que falleció su madre. 

Un narcoadicto las asaltó en la plaza central, irónicamente frente al edificio de Justicia. A pesar de ser pleno día, nadie las ayudó. El joven alterado por el consumo de “Infierno-Paraíso” les exigió todo lo que llevaban y ellas se lo dieron pero aún así, el infeliz disparó dos veces. Su madre se interpuso entre ella y el plomo. Murió en sus brazos.

Se desquició. Decidió que ser buena no le garantizaba nada bueno. Mandó al diablo a la universidad y se dedicó a asistir a fiestas oscuras y hacer locuras de cualquier tipo. Su padre, partido por el dolor de la pérdida de su esposa, no reparó en ella y la dejó hundirse.

A sus veinte primaveras había experimentado toda clase de cosas y había quebrado casi todas las reglas morales y sociales que había por quebrar. Amelia ingería la misma droga que había precipitado la muerte de su madre y departía con las más extrañas amistades, como aquel enorme sujeto vestido de gabardina marrón, jugando con títeres imaginarios.

Lo conoció la noche del incendio, ella ya estaba semiinconsciente con la  risa estúpida y burlona producto del efecto del narcótico de moda. Él le dijo, con un dejo de acento italiano, que le daría la sensación más fuerte que había experimentado, ni diez “Infierno-Paraíso” se compararía con la locura que le entregaría y ella aceptó sin mucho miramiento. La llevó al callejón y luego, entre sueños psicodélicos, recuerda que el bar ardió, y que la gente se carbonizaba dentro profiriendo alaridos estremecedores mientras el extraño de la gabardina se carcajeaba ante la escena. Despertó en las cloacas con el cuello perforado,  aún con el olor persistente a carne quemada, con la horrible sensación de haber dejado la vida atrás.

Ahora ya había pasado tres días sin contemplar el sol. El hambre le clavaba hirientes sus colmillos en su vientre, sus venas parecían querer salirse de su cuerpo como si empujasen la piel para poder escapar, podía vérseles remarcadas formando telarañas de color lila intenso contra su blanca piel. En su desesperación había intentado comer unos desperdicios de comida añeja que encontró en el basurero, pero el llevarlos a su estómago y vomitarlos fue un solo movimiento. Su no-vida, que era todo lo que le quedaba, parecía abandonarle.

Entre sus sollozos, sus oídos agudizados, captaron un leve ruido, sus ojos en medio de la penumbra, pudieron captar un roedor con total claridad. En ese momento sintió que cada latido del corazón de la gran rata que merodeaba por el callejón, le golpeaba dura y secamente dentro de su cráneo. Y entonces el instinto ascendió. Se puso en pie titubeante. En su debilidad su mente conciente se nubló, sus músculos se tensaron, sus manos se crisparon cual garras, sus colmillos se agudizaron y su rostro casi se desencajo recreándole un aspecto monstruosamente temible. Simplemente se dejo llevar y la Bestia tomó el control.

La caza duró poco, apenas una avanzada, un furibundo zarpazo y tuvo al animal entre en sus manos. Desesperadamente le hundió sus incisivos y bebió, bebió tan profundamente que el roedor quedó seco en unos instantes. La sensación de beber aquella sangre era indescriptible, la satisfacción de sentir el vitae tibio llenando la boca, bajando por la garganta, aunque fuese de una inmunda rata, en aquellas circunstancias le pareció experimentar el placer de sorber un néctar divino. El dolor en el vientre cedió levemente, sus venas parecían volver a enterrarse en su carne y la no-vida regresaba a su cuerpo lentamente. Se calmó un poco, sus ojos pararon de llorar y se secaron para siempre, ahora se había vuelto en una verdadera recién nacida y entonces escuchó nuevos ruidos en el callejón...

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