Capítulo II: La hija del Leñador
Su nombre era Asarat, Asarat la bruja, como muchos decían: la bruja perversa de la montaña Koe. Era joven, muy joven para vivir completamente sola en medio de la montaña, habían pasado tan solo dieciséis cosechas desde su nacimiento, pero era fuerte, decidida, muy valiente, inteligente y sobre todo extrañamente poderosa. A esa edad, debería estar desposada, pero para ella esa vida no le estaba destinada, al menos no por ahora y la guerra había facilitado que no conociera pretendiente alguno, además, en aquella aldea ningún hombre se atrevería siquiera a pensarlo.
Nunca conoció a su madre,
creció con su padre, un leñador de la región, solos en aquella montaña. Él
mismo construyó aquella casa para su madre, pero ella murió al darle a luz.
Desde muy pequeña Asarat
había dado muestras del poder que habitaba dentro de ella. Una tarde cuando
apenas tenía apenas tres años trajo un conejo de orejas redondas muy malherido
a la casa. Su padre fumaba una piba en el porche de la casa cuando extrañado
miró a su hija con el ensangrentado animal en brazos con una enorme herida producto
de algún guijarro malintencionado.
_"Hija mía, el pobre
conejo está muy malito". Le dijo mientras se enderezaba un poco en su
mecedora para ver mejor al animalito.
Asarat colocó al conejo
en medio del escalón del porche, frente a su padre, ella se hincó y le impuso
las manos. En segundos el animal comenzó a moverse y a dar signos de
recuperación; Poco después la niña lo seguía riendo por todo el alrededor de la
casa, sin ningún indicio de la herida, de la que solo quedaba la sangre en las
manos de la pequeña y en el escalón. El padre sonrió sorprendido, pero también
se consternó, comprendió que su hija iba a ser digna sucesora de su madre.
La fama de Asarat no fue
contenida en la montaña. Pronto se propagó el rumor de que la hija del leñador
hacía cosas asombrosas por el humilde poblado de Humé, el caserío al pie de la
montaña Koe, en el valle de Daires. En plena infancia ya era conocida como la
buja de Koe, y no era que los magos, hechiceros o brujos no fueran conocidos
por toda aquella tierra, si no que todos ellos tenían mala fama: eran los
embusteros, los ladrones, malditos hermanos de Argiel igual que los Iyocos,
Kralios y demás criaturas despreciables o de poderes inalcanzables para el
vulgo. La percepción de los magos o hechiceros era así de mala a pesar de que
un poderos mago era consejero del Rey de Woldon en Shiborug, o, quizás, era por eso mismo que se
les daba aquella fama.
Las madres de los
pequeños de la aldea no dejaban que sus hijos se reunieran con la pequeña
Asarat para jugar cuando ella bajaba con su padre a comprar alimentos o a dejar
la madera.
_”No juegues con la
pequeña bruja, es mala, todos los brujos son malos” _ le decían las madres a
sus pequeños mientras los tomaban del brazo y los metían dentro de sus chozas a
toda prisa.
_”Te puede hechizar y
convertir en nacare” _se decían entre los niños cuando veían a la hija del
leñador bajar al pueblito.
Las cosas empeoraron
cuando algunos de los compradores habituales, cediendo a la presión cizañosa de
sus esposas, dejaron de comprar las cargas madereras de Elidjem, el padre de
Asarat. Debido a esto el valiente leñador tuvo que ir más lejos con sus
animales de carga para vender las cargas de maderos
Su padre tomó la decisión
de no llevarla a la pequeña consigo en los viajes para entregar las cargas. Con
nueve veranos la niña se quedaba sola en casa a veces por tres o cuatro días
completos, pero para ella no era problema,
ya estaba habituada a las tareas de cualquier ama de casa, las realizaba
siempre. Además, estos quehaceres los combinaba con las travesuras propias de
una niña de su edad. Así entre juegos y responsabilidades, la pequeña, pasaba entretenida sus días y se
acostumbraba a la soledad.
Su padre sufría por ella
pero no podía llevarla por los caminos y esparcir más su fama, exponerla a que
alguien no indicado la descubriera. Por lo menos en la montaña nadie se atrevía
a subir, ella se había vuelto su propia guardiana. Mas le dolía el aislamiento
que el poder que le heredara su madre imponía sobre ella. Si los Señores del
Fuego aun existiesen podrían guiarla pero habían desaparecido hacia tiempo. En uno de sus viajes un lugareño de Gurel
negoció con él un cachorrito de gato de dos colas, negro con un lucero blanco
en la frente y las puntas de las colas blancas, los curiosos ojos eran de
distinto color, cuando Elidjem se lo entrego a Asarat la carita de la niña resplandeció.
Desde entonces Wicco era su amigo y cómplice de sus aventuras.
Una tarde calurosa de
verano la niña barría el poco polvo de su hogar, su padre se había marchado por
la mañana con las bestias de carga a dejar una carga más allá de Humé y se
tardaría un par de días en volver. De repente se topó con un descubrimiento
interesante: un sótano.
Este recinto secreto
parecía olvidado hacía muchísimo tiempo. Se accedía a éste por medio de una
entrada en el piso de la habitación de su padre, oculta bajo la cama. Una vez
abierta la puertezuela de entrada tuvo la sensación fugaz de sentir la
presencia de su madre a su lado, tan solo por instante, como si le hubiese
puesto la mano sobre el hombro. La sensación le entibió el corazón y la alentó
a explorar el aposento.
A través de la entrada
sólo podía ver unos escalones que se internaban en la oscuridad bajo el piso. Buscó
una vela y acompañada de Wicco bajó por primera vez al cuarto subterráneo. Dio
un par de pasos titubeantes en la escalinata de madera rechinante, tratando de
iluminar la oscuridad de la habitación con la vela. De pronto un sonido
metálico resonó en el sótano, había
tropezado con una bolsa llena de monedas argentas y éstas se habían
desperdigado en todas direcciones. Las monedas tenían el rostro del Fiero por
un lado y al Castillo de las Almas Dormidas por el otro. Más adelante encontró una percha con la capa
que seguramente había pertenecido a su madre, casi podía estar segura de ello
aunque nunca había visto la prenda, era como si un olor familiar se lo indicara
a pesar del tiempo. Más allá había una mesa con un enorme candelero, el cual
cuando lo encendió iluminó todo a su alrededor, aquello era una biblioteca y
ahora le mostraba sus viejos estantes.
Allí, dispuestos con sumo
orden, había infinidad de libros y pergaminos, tratados de ciencia, historia,
matemáticas y magia. Grimorios completos se apilaban en los estantes
perfectamente conservados a pesar del olvido y el polvo, dentro contenían infinitos conocimientos de las fuerzas
del mundo, las visibles y las
invisibles.
Pero Asarat no sabía
leer, nadie que no fuera de la nobleza y viviera en las grandes ciudades como
Shiborug, Kartabaal o Manasatolli, sabía leer, y mucho menos las lenguas
perdidas en las que se hallaban escritos aquellos libros, muchos de los cuales
pertenecieron a los mismísimos Señores del Fuego, y fueron escritos en los
primeros respiros de la Primera Edad de la Magia. Sin embargo Asarat tomó el
primer libro en sus manos, sopló un poco tratando apartar el polvo y lo abrió
de par en par. Miró dentro y observó garabatos, algunos les parecieron cómicos
y otros deformes, ante sus ojos se comenzaron a remolinarse como una visión
psicodélica en la que las letras bailaban para ella, comenzó a sentir como si
le hablaran al oído, como si le contarán una larga y entretenida historia.
No se asustó, le pareció
un gran juego que podía hacer siempre que bajara a la biblioteca, lo que hizo
cada vez más frecuentemente, a hurtadillas de su padre casi siempre cuando este
se hallaba de viaje, algo le decía que su padre no iba a estar de acuerdo con
aquel juego. Cualquier libro que escogiese no importase en lo que estuviese
escrito o el tema del que tratase ella lo comprendía a la perfección, los leía
una y otra vez descubriendo cada vez más secretos a la vez que aprendía a leer
una velocidad increíble, prácticamente memorizado cada palabra. Al cabo de un
par de años había leído un centenar de libros con los temas más variopintos, y
el poder que albergaba había crecido a cuotas igualmente inimaginables, y ella
ni siquiera se percataba de ello.