23 diciembre 2010

La Bruja de Koe: Cap I

Capitulo I:  El valle Anegado


El reino Woldon. En algún lugar de la montaña Koe, a cuyo pie yace el pequeño y olvidado valle de Daires...

Se colocó su abrigo de lana de amarillenta, se calzó unas sandalias cerradas con fajillas de cuero y abrigadas por dentro con lana de inos. Callada cruzó el pasillo iluminado vivamente por la vela que sostenía. Las sombras que se escurrían fantasmagóricamente huyendo de la luz no la asustaban, era su casa y aquellas eran sus sombras. No era la primera vez que se despertaba a esta altura de su sueño, pero en medio de una tormenta y por culpa de un golpeteo en la puerta, era poco común. En la premura y sin querer, pisó una de las colas de Wicco, su mascota, quién en medio de un estridente maullido se disparó hacia la oscura y desierta cocina.

Los golpes de la puerta parecían incesantemente desesperados. Bajó los dos ligeros escalones que daban al recibidor y colocó la vela en la mesita junto a la enorme puerta de madera oscura. Cuando por fin apartó todas las cerraduras y entreabrió produciendo un sonido quejumbroso, una bocanada de viento y agua amenazó con apagar la vela. En el instante siguiente un relámpago iluminó el rostro de dos pequeñas criaturas: una pareja de niños humanos, no mayores a los diez años.

Se hallaban harapientos, empapados y tiritando de frío. Los pequeños que esperaban ver un rostro maligno o deforme, una bocaza y unos rojos encolerizados, tal vez una nariz ganchuda y con verrugas, propios de la malvada bruja que habitaba la casa. Sin embargo se sorprendieron por el dulce rostro de la joven, casi una niña, que los recibía iluminado por una vela de cera de alcotara que daba una suave luz blanca.

_ Nuestra madre se muere _  dijo el niño, entre gemidos y sollozos, sin perder más tiempo, sin osar  pasar del umbral de la puerta.
_ Nuestro padre está en la guerra, no queremos que nos deje mamá, ayuda a mamá_ Añadió la niña, más pequeña. Aquella intentó pasar a la casa para halar de la manga a la joven, pero su hermano la detuvo con cierto recelo mientras la pequeña lloraba desconsolada. Aquella escena en medio de la tempestad era realmente triste.

La joven dueña de la casa, sin pronunciar palabra consintió bajar de su montaña para tratar de salvar la vida de la madre los niños. Sabía que quizás la mujer preferiría morir a ser tocada por ella, pero el corazón se le conmovió con la idea de que los pequeños infantes se quedaran solos en el mundo, y por la valentía que demostraban siendo tan pequeños. Así que se dispuso pronto para descender al caserío enclavado en aquel valle anegado por las persistentes lluvias de los últimos días. Preparó lo necesario en unos instantes y salió tras los niños con su bolsa de tejido blanco y la vieja capa de su madre.

Latigazos inclementes de viento y agua arreciaban en la oscura noche, roncos truenos retumban como los pasos de los gigantes y las centellas de los relámpagos alumbraban brevemente el sendero boscoso. Caminaban velozmente, a pesar de la oscuridad, por un largo, sinuoso y resbaladizo camino; en el que en algunos recodos se habría profundas y mortales gargantas rocosas, ocultas entre los pliegues de la noche.

El paso era rápido a pesar de lo peligroso del sendero a oscuras. El camino giraba muchas veces, y raudales de lodo y agua bajaban por algunos pliegues de la montaña como desangrando el espeso bosque que se arraigaba en las laderas. A pesar de muchos tropiezos y resbalones los niños no protestaban, encabezaban la marcha a viva carrera sosteniendo la tenue lamparilla que habían traído.

Transcurrido bastante tiempo hasta que atisbaron las primeras chozas, como tintineantes luciérnagas amarillas en un negro lago. Humé se llamaba aquel caserío enclavado en medio del pequeño y fértil  valle de Daires, al pie la montaña Koe, al sur, muy al sur del reino de Woldon. Eran tan solo unas chozas pobres dispuestas aquí y ya, quizás un poco más de una veintena de familias todas dedicas al campo, una desvencijada choza a modo de triangular iglesia de uniluminados, y una casa mayor donde el cial del pueblo residía, era la mejor choza y no era necesariamente para el mejor hombre. El pueblito era tranquilo a pesar de aquellos tiempos duros de guerra, castigado recientemente por unos inclementes aguaceros que lo inundaban todo con la complicidad del río Cele, que pasaba muy cerca del caserío y que se desbordaba con relativa facilidad en los tiempos de tormenta. Aquella noche la lluvia no cesaba a pesar de que a esas horas el alba parecía amenazar con levantar el negro manto nocturno, el río batía con violencia sus aguas, podía escuchársele desde lejos.

Cruzaron las callejuelas vueltas ríos de fango y agua, hasta llegar a una modesta cabaña más o menos al centro de la villa a lado de una pequeña plazoleta la cual vista ahora semejaba un pequeño lago en medio del pueblo. A la joven aquella plaza le trajo viejos recuerdos, memorias de hielo, fuego y sangre.

Entró tras los niños, y encontró una choza sombría  por el que se escurrían ratas, insectos y demás animalejos huyendo del temporal. Todo era humedad y frío. Precarias divisiones de corteza, la dividan en cuartitos Parches de moho verde mordían las paredes de viejos maderos, mientras infinidad de goteras se desprendían del techo de hojas cocidas de amap y lo mojaban todo. En una esquina, en la habitación menos mohosa y húmeda de la casa, un cuartito diminuto, se hallaba la madre de los pequeños iluminada por una lamparilla de aceite de caitil que expulsaba ese olor repulsivo característico que ayudaba a repeler a los insectos ponzoñosos. Recostada en el suelo y envuelta en trapos sucios y mal olientes, tosía apremiadamente dejando manchas de sangre alrededor. Los niños sollozaban desde el marco donde se suponía debía ir algún tipo de puerta, observando y esperando un milagro, aun cuando éste estuviese maldito.

Procedió la joven. Se arrodilló colocando su mano en la frente de la enferma retirándola rápidamente empapada de un sudor tibio, notó que los labios de la mujer se hallaban cuarteados y que sangraban, que su piel era muy amarilla y que había muchas manchas violáceas en la misma.

Desenredó su bolso y tendió su contenido en el suelo de la habitación: vasijas, cucharillas de madera, una daga bellamente decorada con un grabado en la empuñadura de hueso, agujas hechas con las largas espinas del Caitil ya limpias y secas, ramilletes de plantas, pequeños calabazos secos, pergaminos de piel, entre un sin fin de objetos más que se tendían sobre la tela.

Comenzó a preparar un menjurje mezclando cosas de aquí y allá pronunciando palabras ininteligibles para los niños. En medio de su labor, la enferma se estremeció y abrió los ojos mirándola directamente al rostro. Los niños se asustaron al ver a su madre horrorizada ante la presencia de la joven. Intentó algún ademán débilmente para alejarse, pero volvió a caer en un sopor inconsciente cuando la joven le pasó la mano frente a su rostro diciéndole “-Serim..-”.

Terminado el bebedizo, pronunciando más palabras extrañas hizo que la madre de los pequeños, medio consciente y medio dormida, tomara unos cuantos sorbos y esperó un tiempo prudencial. Poco a poco la piel otrora amarillenta comenzó a aclarar y el semblante le mejoró. La joven se dio por satisfecha

_ Tienes que darle el resto a tu madre cuando despierte_ Con una voz muy tierna pero firme, se dirigía al niño mientras le daba el calabazo con el resto de la medicina. Los niños le agradecieron su ayuda con los ojos llenos de lágrimas y con las manos vacías, pues no tenían con que pagarle.

_No le digan a nadie que bajé de la montaña, ni a su madre, ¿entendido?_ les dijo ella mientras ponía un dedo en sus labios pidiéndoles silencio. A lo que asintieron solemnes como si de un pacto se tratase,  se despidió y salió de la choza enrumbándose de nuevo a su hogar en la montaña.

Ya había amanecido, pero aun llovía, el cielo cobrizo parecía revuelto y seguía descargando su llanto sobre la tierra, mas ya no soplaba el viento como durante la noche y el rugido del trueno se escuchaba más distante. La joven cruzó rápidamente la villa, cubriéndose el rostro con la capucha y escabulléndose para no ser vista por las mujeres que salían con sus azadones en busca de rescatar algo del inundado y marchito huerto.

Subió pues, sin mucha prisa, por el camino empinado a la montaña Koe, descansando aquí y allá, admirando la grisácea vista del valle en los claros que se abrían producto de los barrancos al lado del camino. Parecía que las paredes de agua que caían del cielo por fin se alejaban poco a poco. Algunas horas más tarde, cansada, arribó a su fortaleza. Se consideraba afortunada de vivir en una edificación de piedra, cal y pisos de madera todo un lujo en medio de la montaña, su enorme hogar siempre estaba seco y tibio a pesar del inclemente clima. El blanco de las paredes contrastaba contra todos los tonos de verde que la rodeaban.

Se apresuró a entrar dejando la capa colgada en un gancho de la salita, ya el hambre le mordía incisivamente el vientre. Wicco le esperaba acurrucado en una esquina de la sala, al verla llegar, el pequeño gran gato negro de dos colas cuyos ojos eran de diferente color, el uno azul marino, el otro verde esmeralda, salió maullando cariñosamente a recibirla enroscándosele entre los tobillos.

La joven le acarició tiernamente y lo llevó en brazos a la cocina. Observó los leños secos que había dejado en la chimenea la noche anterior. Hizo un par de movimientos rápidos con sus manos sobre los maderos con lo que inmediatamente se encendió un generoso fuego que cobijó toda la habitación. Pensó por unos momentos, mientras preparaba su té, que dirían aquellos niños si la viesen encendiendo el fuego de aquella manera: “miren es la bruja haciendo brujerías” dirían, mientras la señalarían con miedo y admiración en sus ojos,  y se sonrió con ese pensamiento.

26 noviembre 2010

Caza de Sangre I

 + Recién Nacida +


Las lágrimas le ardían como hilos de fuego sobre sus mejillas, mas sus ojos no cesaban de llorar, no era su culpa, no lo había pedido. Se hallaba muerta pudriéndose en su nuevo estado de no-vida, alejada de la luz del sol para siempre. Aquello no lo comprendía, era abominable, espantosamente doloroso y completamente incompresible. No lo esperaba, no lo quería, no lo toleraba. Amelia desconsolada gemía en un rincón del callejón al lado de la salida de la alcantarilla donde había pasado la última noche de su vida y las tres últimas desde que comenzó su no-vida.

Su negra cabellera, destilaba la suciedad pueril de las cloacas y se le arremolinaba en el pálido rostro, contraídas sus manos, temblaban, sus vestiduras húmedas y mugrientas, vertían un hedor insoportable. Atrás quedaba la joven educada y simpática, de muchos amigos. Su vida fue simple, hasta el día en que falleció su madre. 

Un narcoadicto las asaltó en la plaza central, irónicamente frente al edificio de Justicia. A pesar de ser pleno día, nadie las ayudó. El joven alterado por el consumo de “Infierno-Paraíso” les exigió todo lo que llevaban y ellas se lo dieron pero aún así, el infeliz disparó dos veces. Su madre se interpuso entre ella y el plomo. Murió en sus brazos.

Se desquició. Decidió que ser buena no le garantizaba nada bueno. Mandó al diablo a la universidad y se dedicó a asistir a fiestas oscuras y hacer locuras de cualquier tipo. Su padre, partido por el dolor de la pérdida de su esposa, no reparó en ella y la dejó hundirse.

A sus veinte primaveras había experimentado toda clase de cosas y había quebrado casi todas las reglas morales y sociales que había por quebrar. Amelia ingería la misma droga que había precipitado la muerte de su madre y departía con las más extrañas amistades, como aquel enorme sujeto vestido de gabardina marrón, jugando con títeres imaginarios.

Lo conoció la noche del incendio, ella ya estaba semiinconsciente con la  risa estúpida y burlona producto del efecto del narcótico de moda. Él le dijo, con un dejo de acento italiano, que le daría la sensación más fuerte que había experimentado, ni diez “Infierno-Paraíso” se compararía con la locura que le entregaría y ella aceptó sin mucho miramiento. La llevó al callejón y luego, entre sueños psicodélicos, recuerda que el bar ardió, y que la gente se carbonizaba dentro profiriendo alaridos estremecedores mientras el extraño de la gabardina se carcajeaba ante la escena. Despertó en las cloacas con el cuello perforado,  aún con el olor persistente a carne quemada, con la horrible sensación de haber dejado la vida atrás.

Ahora ya había pasado tres días sin contemplar el sol. El hambre le clavaba hirientes sus colmillos en su vientre, sus venas parecían querer salirse de su cuerpo como si empujasen la piel para poder escapar, podía vérseles remarcadas formando telarañas de color lila intenso contra su blanca piel. En su desesperación había intentado comer unos desperdicios de comida añeja que encontró en el basurero, pero el llevarlos a su estómago y vomitarlos fue un solo movimiento. Su no-vida, que era todo lo que le quedaba, parecía abandonarle.

Entre sus sollozos, sus oídos agudizados, captaron un leve ruido, sus ojos en medio de la penumbra, pudieron captar un roedor con total claridad. En ese momento sintió que cada latido del corazón de la gran rata que merodeaba por el callejón, le golpeaba dura y secamente dentro de su cráneo. Y entonces el instinto ascendió. Se puso en pie titubeante. En su debilidad su mente conciente se nubló, sus músculos se tensaron, sus manos se crisparon cual garras, sus colmillos se agudizaron y su rostro casi se desencajo recreándole un aspecto monstruosamente temible. Simplemente se dejo llevar y la Bestia tomó el control.

La caza duró poco, apenas una avanzada, un furibundo zarpazo y tuvo al animal entre en sus manos. Desesperadamente le hundió sus incisivos y bebió, bebió tan profundamente que el roedor quedó seco en unos instantes. La sensación de beber aquella sangre era indescriptible, la satisfacción de sentir el vitae tibio llenando la boca, bajando por la garganta, aunque fuese de una inmunda rata, en aquellas circunstancias le pareció experimentar el placer de sorber un néctar divino. El dolor en el vientre cedió levemente, sus venas parecían volver a enterrarse en su carne y la no-vida regresaba a su cuerpo lentamente. Se calmó un poco, sus ojos pararon de llorar y se secaron para siempre, ahora se había vuelto en una verdadera recién nacida y entonces escuchó nuevos ruidos en el callejón...

22 noviembre 2010

El Juicio

-X- El Juicio –X-

Sé que fallecí, pero no hubo túnel, ni luz, ni manos empujándome hacia arriba o hacia abajo. Todo se volvió oscuridad. Nada sería la palabra que describiría el estado en el que me encontraba, flotando en la completa nada; ni ruido, ni silencio; ni frío, ni calor; tal vez ni siquiera era oscuridad, quizás era demasiada luz.

De pronto, como si me despertara de un sueño, me hallé rodeado de sombras, cientos, miles, millones de sombras; arriba, abajo, por todos los costados, por todas partes, estaba rodeado de sombras. Podía verles desplazarse tenuemente en caravanas tristes, partes individuales de una tristeza inmensa.

Entonces sentí la presión, una asfixiante presión. Aplastándome, estrujándome, arrollándome. Ahí estaba, no era una repetición, era una constante, una pregunta gigantesca, una interrogación suspendida en el todo, grabada en cada sombra, en cada esencia, permanentemente presente, pesada como la mayor de las cargas, un concepto, una frase: “Y tú ¿Qué hiciste?”.

Era un sentimiento que abría profundas heridas en mí, como si me rasgara, entrara a hurgar, internándose cada vez más hasta alcanzar mis entrañas, “Y tú ¿Qué hiciste?”. Entonces mis malas acciones me tomaron por asalto: las grandes y las pequeñas. Mi corazón lloró cada mentira, las horribles y las insignificantes, recordé y viví descarnadamente cada burla que hice, cada golpe que di, cada mala palabra que dije. Recordé llorando las galletas que le hurté a mi abuela, la jugada tramposa que hice para ganar una intrascendente partida de cartas, la mentira que dije para no trabajar el día de mi cumpleaños. Recordé a cada mendigo que vi, al que no le di nada y al que le di con indiferencia o por miedo. Asqueado oí cada crítica soez que realice, cada chisme que propagué, cada comentario malintencionado que hice. Me dolió cada mal pensamiento que tuve, cada idea sucia que mi mente parió. Me dolió cuando comí estando satisfecho, cuando lleno de ira azoté la puerta, cuando la inacción aderezada con pereza me llenó, cuando con lujuria miré a una extraña cruzar la calle, cuando burlonamente me reí de la mala pasada que la vida le jugaba a mi hermano, cuando le desee el mal a los demás o me alegre de alguien se los provocara.

Entonces comprendí que las sombras no estaban tristes: estaban avergonzadas, llenas de pena de sí mismas. Eran parte de la gran vergüenza de todas sus faltas y aunque penaban, la asfixiante pregunta seguía allí, presionándolas, despedazándolas por dentro: “Y tú ¿Qué hiciste?”. Aterrorizado, repasaba una y una otra vez mis faltas, preguntándome miserablemente si serían suficientes para condenarme, si mis buenas acciones, que ahora parecían insignificantes, lograrían salvarme. Acaso seria arrojado a las fauces del abismo y me calcinaría por siempre en los caldos volcánicos del averno, padecería mi alma el mayor dolor, la mayor angustia, la perpetua agonía. El tormento de solo pensarlo era demasiado y lloraba dando gritos desgarradores, lamentando lo que había hecho durante toda mi vida, al igual que todas las demás sombras.

La eternidad prevalecía y el sufrimiento continuaba, la pregunta seguía llenándolo todo “Y tú ¿Qué hiciste?”. Y hice cuando mal pude, todo lo desagradable, todo lo imperdonable, solo eso pensaba y me lo recriminaba a viva voz y con golpes en el pecho, como tremendos mazos que con cada embestida quebraban los huesos y reventaban las vísceras, pero ya de nada servía.

Entonces ahí varado en el sofocante clamor imperecedero, en medio de la mar de sombras, divisé unas enormes puertas oscuras. Cada cierto tiempo, si acaso ese concepto existía aquí, entraba una sombra por las puertas y no salía más.

Sin clemencia mis faltas continuaban el tormento. Ya no podía soportarlo más, pero la agonía era eterna, no podía desaparecer, no podía detenerse, no había manera de respirar, me hallaba en asfixiaba constante, lloraba y cada lágrima me quemaba el rostro con infinito dolor. En algún punto del eterno tormento, mi nombre retumbó en todas partes, mas ninguna sombra pareció escucharlo. Las enormes puertas oscuras se abrieron y comprendí que había llegado el instante mismo de mi juicio final.

Con el más profundo de los miedos, el que no se puede comparar a ningún otro, tomando todo lo que era, un conjunto amorfo y repugnante de malas acciones, una herida abierta destilando putrefacción, crucé las gigantescas puertas que se cerraron secamente y que ya jamás se abrirán para mí.

Nuevamente estaba en la nada, una dolorosa nada, pero al instante siguiente una Voz lo llenó todo. Era una voz formada por todas las voces de las personas que conocí a lo largo de mi vida. Profunda y poderosa la Voz pronunció mi nombre una vez más y declaró: "Aquí serás Juzgado por todo lo que hiciste”, entonces un pensamiento extrañó cruzó mi atormentada alma: “Creo que no fui tan malo. Fui igual que todos los demás”.

La Voz, para la que todos mis pensamientos eran transparentes, replicó dura y devastadoramente “Y tú ¿Qué hiciste? A muchos les otorgué el don del dibujo y nunca pintaron los paisajes de su paraíso, a otros les di el don de labrar la piedra y nunca esculpieron las figuras heroicas de su vida. A otros fue la escritura y no contaron sus historias Y tú ¿Qué hiciste?”. 

Aquello fue un golpe seco y contundente que me tumbó. Iba a ser juzgado por los dones que se me otorgaron y no por las faltas que había estado purgando, de ninguna manera aquello me tranquilizó, por el contrario, paralizado de horror no pude recordar ningún don si es que alguna vez tuve alguno.

Entonces la Voz juzgó inclemente: “Te di la risa, y no reíste lo suficiente. Te di paz y pasaste preocupado de detalles, te di el don del liderazgo y nunca dirigiste nada importante, de ti el don de la palabra y nunca dijiste nada trascendente, te di amor y nunca amaste lo suficiente, te di el poder de ayudar y le tendiste la mano a tan pocas personas, te di el don de la creación y la imaginación, y no creaste nada que valga la pena…”  La lista se extendió con todo tipo de dones, algunos apenas perceptibles, casi insignificantes en mi vida, pero ahora eran enormes y determinantes, entonces con cada don añadido, me hundía en el abismo.

Me percaté que fue el miedo, el que casi siempre me impidió usar mis dones, un miedo idiota al que dirán, una inseguridad estúpida, una falta de confianza en lo que era y en lo que podía realizar. Porque aunque tuve sueños, nunca los realice y lo que es más doloroso, ni siquiera lo intenté. Ahogado en lágrimas que ya no servían de nada comprendí que me había conformado con la estúpida mediocridad, y que triste y miserablemente había fracasado de la peor manera posible: tuve todo lo necesario a mi alcance para triunfar y tuve miedo de intentarlo.

Al final de la fatídica lista, la Voz preguntó “¿Hiciste lo suficiente?” Lleno de culpa lo negué “Entonces ¿Sabes donde terminaras?” Espantosamente seguro de la respuesta contesté y todo acabó. La sentencia fue escrita con luz en mi cuerpo de sombra y todo desapareció, lo ultimó que escuche fue un lapidario “Así sea”.

Mi viaje finalmente terminó. No existen palabras, ni ideas, ni conceptos humanos para describir donde me encuentro, todo lo que les puedo decir es que no existe paraíso para los mediocres: “Y tú ¿Qué hiciste?”

_______________________________________________________Ryo Kowaii  2004