22 noviembre 2010

El Juicio

-X- El Juicio –X-

Sé que fallecí, pero no hubo túnel, ni luz, ni manos empujándome hacia arriba o hacia abajo. Todo se volvió oscuridad. Nada sería la palabra que describiría el estado en el que me encontraba, flotando en la completa nada; ni ruido, ni silencio; ni frío, ni calor; tal vez ni siquiera era oscuridad, quizás era demasiada luz.

De pronto, como si me despertara de un sueño, me hallé rodeado de sombras, cientos, miles, millones de sombras; arriba, abajo, por todos los costados, por todas partes, estaba rodeado de sombras. Podía verles desplazarse tenuemente en caravanas tristes, partes individuales de una tristeza inmensa.

Entonces sentí la presión, una asfixiante presión. Aplastándome, estrujándome, arrollándome. Ahí estaba, no era una repetición, era una constante, una pregunta gigantesca, una interrogación suspendida en el todo, grabada en cada sombra, en cada esencia, permanentemente presente, pesada como la mayor de las cargas, un concepto, una frase: “Y tú ¿Qué hiciste?”.

Era un sentimiento que abría profundas heridas en mí, como si me rasgara, entrara a hurgar, internándose cada vez más hasta alcanzar mis entrañas, “Y tú ¿Qué hiciste?”. Entonces mis malas acciones me tomaron por asalto: las grandes y las pequeñas. Mi corazón lloró cada mentira, las horribles y las insignificantes, recordé y viví descarnadamente cada burla que hice, cada golpe que di, cada mala palabra que dije. Recordé llorando las galletas que le hurté a mi abuela, la jugada tramposa que hice para ganar una intrascendente partida de cartas, la mentira que dije para no trabajar el día de mi cumpleaños. Recordé a cada mendigo que vi, al que no le di nada y al que le di con indiferencia o por miedo. Asqueado oí cada crítica soez que realice, cada chisme que propagué, cada comentario malintencionado que hice. Me dolió cada mal pensamiento que tuve, cada idea sucia que mi mente parió. Me dolió cuando comí estando satisfecho, cuando lleno de ira azoté la puerta, cuando la inacción aderezada con pereza me llenó, cuando con lujuria miré a una extraña cruzar la calle, cuando burlonamente me reí de la mala pasada que la vida le jugaba a mi hermano, cuando le desee el mal a los demás o me alegre de alguien se los provocara.

Entonces comprendí que las sombras no estaban tristes: estaban avergonzadas, llenas de pena de sí mismas. Eran parte de la gran vergüenza de todas sus faltas y aunque penaban, la asfixiante pregunta seguía allí, presionándolas, despedazándolas por dentro: “Y tú ¿Qué hiciste?”. Aterrorizado, repasaba una y una otra vez mis faltas, preguntándome miserablemente si serían suficientes para condenarme, si mis buenas acciones, que ahora parecían insignificantes, lograrían salvarme. Acaso seria arrojado a las fauces del abismo y me calcinaría por siempre en los caldos volcánicos del averno, padecería mi alma el mayor dolor, la mayor angustia, la perpetua agonía. El tormento de solo pensarlo era demasiado y lloraba dando gritos desgarradores, lamentando lo que había hecho durante toda mi vida, al igual que todas las demás sombras.

La eternidad prevalecía y el sufrimiento continuaba, la pregunta seguía llenándolo todo “Y tú ¿Qué hiciste?”. Y hice cuando mal pude, todo lo desagradable, todo lo imperdonable, solo eso pensaba y me lo recriminaba a viva voz y con golpes en el pecho, como tremendos mazos que con cada embestida quebraban los huesos y reventaban las vísceras, pero ya de nada servía.

Entonces ahí varado en el sofocante clamor imperecedero, en medio de la mar de sombras, divisé unas enormes puertas oscuras. Cada cierto tiempo, si acaso ese concepto existía aquí, entraba una sombra por las puertas y no salía más.

Sin clemencia mis faltas continuaban el tormento. Ya no podía soportarlo más, pero la agonía era eterna, no podía desaparecer, no podía detenerse, no había manera de respirar, me hallaba en asfixiaba constante, lloraba y cada lágrima me quemaba el rostro con infinito dolor. En algún punto del eterno tormento, mi nombre retumbó en todas partes, mas ninguna sombra pareció escucharlo. Las enormes puertas oscuras se abrieron y comprendí que había llegado el instante mismo de mi juicio final.

Con el más profundo de los miedos, el que no se puede comparar a ningún otro, tomando todo lo que era, un conjunto amorfo y repugnante de malas acciones, una herida abierta destilando putrefacción, crucé las gigantescas puertas que se cerraron secamente y que ya jamás se abrirán para mí.

Nuevamente estaba en la nada, una dolorosa nada, pero al instante siguiente una Voz lo llenó todo. Era una voz formada por todas las voces de las personas que conocí a lo largo de mi vida. Profunda y poderosa la Voz pronunció mi nombre una vez más y declaró: "Aquí serás Juzgado por todo lo que hiciste”, entonces un pensamiento extrañó cruzó mi atormentada alma: “Creo que no fui tan malo. Fui igual que todos los demás”.

La Voz, para la que todos mis pensamientos eran transparentes, replicó dura y devastadoramente “Y tú ¿Qué hiciste? A muchos les otorgué el don del dibujo y nunca pintaron los paisajes de su paraíso, a otros les di el don de labrar la piedra y nunca esculpieron las figuras heroicas de su vida. A otros fue la escritura y no contaron sus historias Y tú ¿Qué hiciste?”. 

Aquello fue un golpe seco y contundente que me tumbó. Iba a ser juzgado por los dones que se me otorgaron y no por las faltas que había estado purgando, de ninguna manera aquello me tranquilizó, por el contrario, paralizado de horror no pude recordar ningún don si es que alguna vez tuve alguno.

Entonces la Voz juzgó inclemente: “Te di la risa, y no reíste lo suficiente. Te di paz y pasaste preocupado de detalles, te di el don del liderazgo y nunca dirigiste nada importante, de ti el don de la palabra y nunca dijiste nada trascendente, te di amor y nunca amaste lo suficiente, te di el poder de ayudar y le tendiste la mano a tan pocas personas, te di el don de la creación y la imaginación, y no creaste nada que valga la pena…”  La lista se extendió con todo tipo de dones, algunos apenas perceptibles, casi insignificantes en mi vida, pero ahora eran enormes y determinantes, entonces con cada don añadido, me hundía en el abismo.

Me percaté que fue el miedo, el que casi siempre me impidió usar mis dones, un miedo idiota al que dirán, una inseguridad estúpida, una falta de confianza en lo que era y en lo que podía realizar. Porque aunque tuve sueños, nunca los realice y lo que es más doloroso, ni siquiera lo intenté. Ahogado en lágrimas que ya no servían de nada comprendí que me había conformado con la estúpida mediocridad, y que triste y miserablemente había fracasado de la peor manera posible: tuve todo lo necesario a mi alcance para triunfar y tuve miedo de intentarlo.

Al final de la fatídica lista, la Voz preguntó “¿Hiciste lo suficiente?” Lleno de culpa lo negué “Entonces ¿Sabes donde terminaras?” Espantosamente seguro de la respuesta contesté y todo acabó. La sentencia fue escrita con luz en mi cuerpo de sombra y todo desapareció, lo ultimó que escuche fue un lapidario “Así sea”.

Mi viaje finalmente terminó. No existen palabras, ni ideas, ni conceptos humanos para describir donde me encuentro, todo lo que les puedo decir es que no existe paraíso para los mediocres: “Y tú ¿Qué hiciste?”

_______________________________________________________Ryo Kowaii  2004

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